miércoles, 17 de abril de 2013

De maestros y maestras






Historias de maestras y maestros… El Profesor Rosales.
Por Jorge Leonel Otero Chambean

Hacía  poco rato que había iniciado el descanso. Conforme terminaban la práctica iban saliendo del taller de dibujo. Poco a poco quedaban vacíos los restiradores. Se iba atenuando el ruido característico de la clase y en contraposición se iba magnificando el bullicio exterior. El profesor dejó de calificar las láminas y salió del taller para atender un asunto administrativo. En el local del tercer piso de la Voca 4, sólo quedaban dos personas. Dos amigas que sin decirse palabras, compartían en ese momento la angustia, la tristeza que envolvía a una de ellas, y que por extensión afectiva, también afectaba a la otra. La Cuquis, era una jovencita rolliza. Poseedora de un pelo tan tupido y tan rizado que le obligaba a peinarse casi siempre con una gran trenza. Para ella era un verdadero suplicio la ceremonia ritual de peinarse, por lo que se quejaba un día sí y otro también de su cabello. Pero para la mayoría del salón, incluyendo los varones, el negro profundo, el brillo intenso y lo abundante de su pelo, generaban admiración y hasta envidia de la buena. Había conocido a Sofía desde que iban en 6º de primaria, y no pasó mucho tiempo, antes de volverse inseparables. Se contaban sus penas, compartían alegrías. Como su situación económica familiar no era tan apretada, frecuentemente apoyaba a Sofía llevándole que un sándwich, una fruta, o alguna golosina, porque se percataba de las penurias de su amiga. Ese mismo día en solidaridad, ella permanecía en el taller, a pesar que ya había terminado su lámina. No se atrevía a decir palabra, porque sentía que  sólo mortificaría más a su visiblemente afligida amigocha, por lo que sólo ató a acompañarla a la distancia. Ahí desde su lugar, dos filas atrás, se podía también observar como se debatía Sofía, con una escuadra y sus grafos ante el papel albanene. Los ojos color miel de Sofía, parecían estar enfocados en el pequeño rectángulo donde hacía sus dibujos, pero a pesar de que ponía todo su empeño, no podía con la tarea solicitada. Ese día en su cabeza se agolpaban muchos momentos difíciles. Desde muy chica, quedó huérfana de padre, y al perder a ese pilar, su mamá tuvo que arreglárselas para tomar un empleo cuyo sueldo, ni por asomo, satisfacía los requerimientos presupuestales. Renta, luz, gas, alimentación, ropa, eran sólo parte de una extensa lista de cosas por pagar, pero para una señora de cuarenta años, que nunca había trabajado, y con poca preparación porque, de acuerdo a las concepciones de la época, para qué estudiar, si había en el entorno alguien con quien casarse que tendría que mantenerla. Así que las posibilidades de trabajo, en esas condiciones, no abundaban. En ese tenor, paralelamente a su desarrollo como niña, como jovencita, siempre tuvo que sufrir las estrecheces económicas. No siempre comprendía, bien a bien, el rigor materno en el manejo de los escasos dineros, pero el amor le impulsaba a suavizar los reclamos e incluso, llegó el tiempo que, para no molestar ni con el pétalo de una rosa, ya ni siquiera le pedía a su mamá para las cosas de la escuela, o si lo hacía, procuraba que fuera de forma mínima. De alguna manera se las arreglaba para reciclar cuadernos, acudir  a la biblioteca para solicitar los textos, usar materiales de desecho o haciendo peripecia y media, trataba de cumplir con los trabajos de todas las asignaturas. Alguna vez escuchó un chiste cruel en la radio que reflejaba su situación, el cómico expresaba que había superado la pobreza haciendo uso del “consumismo”. Ella con su mismo suéter, con su misma falda, saltó la primaria, la secundaria y ahora que llegaba a la vocacional, obviamente su vestimenta no podía dejar de traslucir los estragos del uso constante. Su regla T, si es que lo que quedaba de ella podía seguir siendo nombrada con ese apelativo, fue como quien dice, la gota que derramó el vaso. Como ya no tenía el material necesario para aferrarse a la  parte izquierda del restirador, no era suficiente soporte para el manejo de las escuadras para el trazado ni al momento del entintado, por lo que sus trabajos generalmente podían ser calificados como lamentables. Ese día se complicó más de lo habitual. Ver como avanzaba el tiempo sin que la lámina solicitada tuviera forma, ver como salían sus compañeros, la afectación interna, se acrisolaron para hacer sufrir a esa alumna empeñosa, pero a la que la tristeza y desesperación, empezaron a causarle trastornos. La piel blanca de su cara había adoptado  un  serio color carmesí, sus manos temblorosas parecían actuar de forma independiente: las líneas rectas, empezaron a no querer serlo, el grosor del entintando variaba constantemente, sus ojos que estuvieron conteniendo durante un buen lapso, el torrente que brotaba de su alma, no pudieron más. Grandes lágrimas empezaron a caer. La tersura del papel y la inclinación propia de las mesas de trabajo en dibujo, hicieron su parte. Las gotas de sufrimiento  se mezclaban, con la tinta china y en su descenso elaboraban hermosas figuras. Aún con el llanto a todo lo que da, con la emoción a flor de piel  y su vista disminuida, era posible apreciar como se delineaba una flor, un ave, una nube. Paisajes sublimes que efímeramente aparecían y desaparecían con el correr lento y suave de la amalgama de tinta, agua y sal que se había formado. Si esa lámina se presenta como obra artística de un preescolar acaso tuviera cierto valor, pero como producto del trabajo ordenado, en una escuela de nivel medio superior, era francamente un asco. Eso lo pudo constatar en un momento en que de pronto sintió la mirada del profesor, que quién sabe de dónde surgió. La expresión era por demás significativa. Se notaba que quería comprender cuál había sido la tarea y cómo se había transformado en esa cosa  rara… En esa composición de garabatos infantiles pasados por agua, con acotaciones formales de un trabajo serio. Se veía cómo que buscaba la expresión adecuada para decir algo, pero de su boca sólo brotaron dos vocablos: -¡Hay niña! Dichas eso sí, con un énfasis tan imborrable, que Sofía aún las oye repiquetear en sus recuerdos. Cuando después de unos minutos, ella fue recuperando el equilibrio en la respiración y cierto grado de serenidad, el profesor solicitó una explicación. Sofía le puso al corriente, con la misma energía con que había llorado, de los avatares de su vida, de su mamá, de los problemas económicos y de tantas cosas que traía atoradas. Con la Cuquis de testigo, al término de este otro torrente, pero ahora de palabras que pintaron parte de la historia de su vida, el profesor, con sobriedad, generosidad y bonhomía, sacó de la bolsa de su saco, una tarjeta, y con su pluma dorada, conocida porque era con la que signaba la calificación, escribió en ella una leyenda al tiempo que de soslayo como que revisaba los instrumentos de dibujo que se ubicaban todavía en el restirador. Ella como en trance aún, guardó el pequeño documento con mucho cuidado entre las cosas de su mochila y salió del taller. Pasaron todavía varios días, antes de que Sofía entendiera lo que había pasado. La Cuquis insistió mucho para que acudieran a esa papelería famosa que se especializaban en la venta de instrumentos y materiales para dibujo. Por fin aceptó y acompañada de su amiga, se aposentaron en el local comercial. Como si se tratase de una joya, extrajo de una cajita con varios envoltorios la consabida tarjeta. En una cara con el logotipo del Poli, estaba su nombre: Arq. Antonio Rosales. En el anverso con letra pequeña, daba instrucciones para proporcionar al portador los materiales solicitados, señalando que él pagaría con posterioridad. El dependiente sin chistar se dispuso para atender a Sofía. Se empezó a sentir como una celebridad. Como si flotara, fue seleccionado escuadras biseladas, regla T, estilógrafos, block de papel marquilla, gomas, lápices, y aunque la Cuquis alentaba a pedir más y más, ella no quiso pasar por abusiva, y sólo accedió a llevarse lo más indispensable. De todas formas lo que albergaba esa gran bolsa con la que llegó a su casa, era para ella como un gran tesoro. Al grado tal, que todavía durante algunos días más, evitó usarlos. Quería conservar por más tiempo el olor a nuevo. Era una delicia que no muchas veces había logrado captar.
Cuando Sofía me contó esta historia, ella se sentía un tanto ingrata. No porque en su momento no le agradeciera ese noble gesto, que si lo hizo. No porque no llevara bordado en el corazón y en el pensamiento el respeto y cariño hacia aquel docente,  ya que incluso se empeñó para que su único hijo varón se llamara Antonio. Pero sentía que hubiera sido necesario llevarle su título de Ingeniera Textil, haberle participado de su matrimonio, del nacimiento de sus tres hijos, de su trabajo, y pensaba que acaso ello le hubiese llenado de satisfacción al profesor. En la vorágine de la ciudad, del trabajo, de atender a la familia, pasaron los años y nunca encontró el tiempo oportuno para acudir a su antigua escuela. Llegado el día en que pudo hacerlo, se presentó a buscarle y le informaron que se había jubilado y que se decía que había a viajado a Canadá a vivir con uno de sus hijos, al quedar viudo. Fue un golpe para Sofía, mismo que trata de paliar pensando que algún día pueda ahorrar lo suficiente para visitarle. Ella se ufana:  -Me bajó del avión, y pronto en Montreal, me pongo en la plaza más grande a gritar: ¡Profesor Rosales! ¡Profesor Rosales! Mis gritos molestarán tanto que alguien para callarme me dirá como localizarle. - ¡Estás loca! Primero, Canadá es inmenso y tiene muchísimas ciudades aparte de Montreal, pero aún si fuese ahí, en una ciudad con millones de habitantes es materialmente imposible ubicar sin saber el domicilio de la persona. -El loco eres tú. Mi querido profesor se empeñó como pocos para que aprendiéramos dibujo, cosa que medianamente consiguió conmigo; pero su gran lección no tuvo nada que ver con eso. Su gran lección fue allanarme el camino, enseñarme a solventar los problemas, a plantearme retos y tratar de cumplirlos. Me hizo levantar la cabeza para que pudiera apreciar un horizonte diferente. Al decir esto, paseábamos por los pasillos en la fábrica donde ella trabajaba, al detenernos frente a uno de los telares, me señaló: -Así como la trama de un tejido, sirve de apoyo para la configuración de la tela, así fue el apoyo que recibí del profesor Rosales. -No sé si podré ir a buscarle algún día, pero el obstáculo de no saber su domicilio, es al fin uno de tantos de los que he tenido que enfrentar en mi vida. -Lo que si puedo decirte es que junto a las palabras de mi maestro que te mencioné y que tengo grabadas en mi memoria, están otras dos que en mayúscula se escriben: -GRACIAS MAESTRO.

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