Historias de maestras y
maestros… El Profesor Rosales.
Por Jorge
Leonel Otero Chambean
Hacía poco rato que había iniciado
el descanso. Conforme terminaban la práctica iban saliendo del taller de
dibujo. Poco a poco quedaban vacíos los restiradores. Se iba atenuando el ruido
característico de la clase y en contraposición se iba magnificando el bullicio
exterior. El profesor dejó de calificar las láminas y salió del taller para atender
un asunto administrativo. En el local del tercer piso de la Voca 4, sólo quedaban
dos personas. Dos amigas que sin decirse palabras, compartían en ese momento la
angustia, la tristeza que envolvía a una de ellas, y que por extensión
afectiva, también afectaba a la otra. La Cuquis , era una jovencita rolliza. Poseedora de
un pelo tan tupido y tan rizado que le obligaba a peinarse casi siempre con una
gran trenza. Para ella era un verdadero suplicio la ceremonia ritual de
peinarse, por lo que se quejaba un día sí y otro también de su cabello. Pero
para la mayoría del salón, incluyendo los varones, el negro profundo, el brillo
intenso y lo abundante de su pelo, generaban admiración y hasta envidia de la
buena. Había conocido a Sofía desde que iban en 6º de primaria, y no pasó mucho
tiempo, antes de volverse inseparables. Se contaban sus penas, compartían
alegrías. Como su situación económica familiar no era tan apretada,
frecuentemente apoyaba a Sofía llevándole que un sándwich, una fruta, o alguna
golosina, porque se percataba de las penurias de su amiga. Ese mismo día en
solidaridad, ella permanecía en el taller, a pesar que ya había terminado su
lámina. No se atrevía a decir palabra, porque sentía que sólo mortificaría más a su visiblemente
afligida amigocha, por lo que sólo ató a acompañarla a la distancia. Ahí desde
su lugar, dos filas atrás, se podía también observar como se debatía Sofía, con
una escuadra y sus grafos ante el papel albanene. Los ojos color miel de Sofía,
parecían estar enfocados en el pequeño rectángulo donde hacía sus dibujos, pero
a pesar de que ponía todo su empeño, no podía con la tarea solicitada. Ese día
en su cabeza se agolpaban muchos momentos difíciles. Desde muy chica, quedó
huérfana de padre, y al perder a ese pilar, su mamá tuvo que arreglárselas para
tomar un empleo cuyo sueldo, ni por asomo, satisfacía los requerimientos
presupuestales. Renta, luz, gas, alimentación, ropa, eran sólo parte de una
extensa lista de cosas por pagar, pero para una señora de cuarenta años, que
nunca había trabajado, y con poca preparación porque, de acuerdo a las concepciones
de la época, para qué estudiar, si había en el entorno alguien con quien
casarse que tendría que mantenerla. Así que las posibilidades de trabajo, en
esas condiciones, no abundaban. En ese tenor, paralelamente a su desarrollo
como niña, como jovencita, siempre tuvo que sufrir las estrecheces económicas. No
siempre comprendía, bien a bien, el rigor materno en el manejo de los escasos
dineros, pero el amor le impulsaba a suavizar los reclamos e incluso, llegó el
tiempo que, para no molestar ni con el pétalo de una rosa, ya ni siquiera le
pedía a su mamá para las cosas de la escuela, o si lo hacía, procuraba que
fuera de forma mínima. De alguna manera se las arreglaba para reciclar
cuadernos, acudir a la biblioteca para
solicitar los textos, usar materiales de desecho o haciendo peripecia y media,
trataba de cumplir con los trabajos de todas las asignaturas. Alguna vez
escuchó un chiste cruel en la radio que reflejaba su situación, el cómico
expresaba que había superado la pobreza haciendo uso del “consumismo”. Ella con
su mismo suéter, con su misma falda, saltó la primaria, la secundaria y ahora
que llegaba a la vocacional, obviamente su vestimenta no podía dejar de
traslucir los estragos del uso constante. Su regla T, si es que lo que quedaba
de ella podía seguir siendo nombrada con ese apelativo, fue como quien dice, la
gota que derramó el vaso. Como ya no tenía el material necesario para aferrarse
a la parte izquierda del restirador, no
era suficiente soporte para el manejo de las escuadras para el trazado ni al
momento del entintado, por lo que sus trabajos generalmente podían ser
calificados como lamentables. Ese día se complicó más de lo habitual. Ver como
avanzaba el tiempo sin que la lámina solicitada tuviera forma, ver como salían
sus compañeros, la afectación interna, se acrisolaron para hacer sufrir a esa
alumna empeñosa, pero a la que la tristeza y desesperación, empezaron a
causarle trastornos. La piel blanca de su cara había adoptado un
serio color carmesí, sus manos temblorosas parecían actuar de forma
independiente: las líneas rectas, empezaron a no querer serlo, el grosor del
entintando variaba constantemente, sus ojos que estuvieron conteniendo durante
un buen lapso, el torrente que brotaba de su alma, no pudieron más. Grandes
lágrimas empezaron a caer. La tersura del papel y la inclinación propia de las
mesas de trabajo en dibujo, hicieron su parte. Las gotas de sufrimiento se mezclaban, con la tinta china y en su
descenso elaboraban hermosas figuras. Aún con el llanto a todo lo que da, con
la emoción a flor de piel y su vista
disminuida, era posible apreciar como se delineaba una flor, un ave, una nube. Paisajes
sublimes que efímeramente aparecían y desaparecían con el correr lento y suave
de la amalgama de tinta, agua y sal que se había formado. Si esa lámina se
presenta como obra artística de un preescolar acaso tuviera cierto valor, pero
como producto del trabajo ordenado, en una escuela de nivel medio superior, era
francamente un asco. Eso lo pudo constatar en un momento en que de pronto
sintió la mirada del profesor, que quién sabe de dónde surgió. La expresión era
por demás significativa. Se notaba que quería comprender cuál había sido la
tarea y cómo se había transformado en esa cosa rara… En esa composición de garabatos
infantiles pasados por agua, con acotaciones formales de un trabajo serio. Se
veía cómo que buscaba la expresión adecuada para decir algo, pero de su boca
sólo brotaron dos vocablos: -¡Hay niña! Dichas eso sí, con un énfasis tan
imborrable, que Sofía aún las oye repiquetear en sus recuerdos. Cuando después
de unos minutos, ella fue recuperando el equilibrio en la respiración y cierto
grado de serenidad, el profesor solicitó una explicación. Sofía le puso al corriente,
con la misma energía con que había llorado, de los avatares de su vida, de su
mamá, de los problemas económicos y de tantas cosas que traía atoradas. Con la
Cuquis de testigo, al término de este otro torrente, pero ahora de palabras que
pintaron parte de la historia de su vida, el profesor, con sobriedad,
generosidad y bonhomía, sacó de la bolsa de su saco, una tarjeta, y con su
pluma dorada, conocida porque era con la que signaba la calificación, escribió
en ella una leyenda al tiempo que de soslayo como que revisaba los instrumentos
de dibujo que se ubicaban todavía en el restirador. Ella como en trance aún,
guardó el pequeño documento con mucho cuidado entre las cosas de su mochila y
salió del taller. Pasaron todavía varios días, antes de que Sofía entendiera lo
que había pasado. La Cuquis insistió mucho para que acudieran a esa papelería
famosa que se especializaban en la venta de instrumentos y materiales para
dibujo. Por fin aceptó y acompañada de su amiga, se aposentaron en el local
comercial. Como si se tratase de una joya, extrajo de una cajita con varios
envoltorios la consabida tarjeta. En una cara con el logotipo del Poli, estaba
su nombre: Arq. Antonio Rosales. En el anverso con letra pequeña, daba
instrucciones para proporcionar al portador los materiales solicitados,
señalando que él pagaría con posterioridad. El dependiente sin chistar se
dispuso para atender a Sofía. Se empezó a sentir como una celebridad. Como si
flotara, fue seleccionado escuadras biseladas, regla T, estilógrafos, block de
papel marquilla, gomas, lápices, y aunque la Cuquis alentaba a pedir más y más,
ella no quiso pasar por abusiva, y sólo accedió a llevarse lo más
indispensable. De todas formas lo que albergaba esa gran bolsa con la que llegó
a su casa, era para ella como un gran tesoro. Al grado tal, que todavía durante
algunos días más, evitó usarlos. Quería conservar por más tiempo el olor a
nuevo. Era una delicia que no muchas veces había logrado captar.
Cuando Sofía me contó esta historia, ella se sentía un tanto ingrata. No
porque en su momento no le agradeciera ese noble gesto, que si lo hizo. No
porque no llevara bordado en el corazón y en el pensamiento el respeto y cariño
hacia aquel docente, ya que incluso se
empeñó para que su único hijo varón se llamara Antonio. Pero sentía que hubiera
sido necesario llevarle su título de Ingeniera Textil, haberle participado de
su matrimonio, del nacimiento de sus tres hijos, de su trabajo, y pensaba que
acaso ello le hubiese llenado de satisfacción al profesor. En la vorágine de la
ciudad, del trabajo, de atender a la familia, pasaron los años y nunca encontró
el tiempo oportuno para acudir a su antigua escuela. Llegado el día en que pudo
hacerlo, se presentó a buscarle y le informaron que se había jubilado y que se
decía que había a viajado a Canadá a vivir con uno de sus hijos, al quedar
viudo. Fue un golpe para Sofía, mismo que trata de paliar pensando que algún
día pueda ahorrar lo suficiente para visitarle. Ella se ufana: -Me bajó del avión, y pronto en
Montreal, me pongo en la plaza más grande a gritar: ¡Profesor Rosales!
¡Profesor Rosales! Mis gritos molestarán tanto que alguien para callarme me
dirá como localizarle. - ¡Estás loca! Primero, Canadá es inmenso y tiene
muchísimas ciudades aparte de Montreal, pero aún si fuese ahí, en una ciudad
con millones de habitantes es materialmente imposible ubicar sin saber el
domicilio de la persona. -El loco eres tú. Mi querido profesor se empeñó como
pocos para que aprendiéramos dibujo, cosa que medianamente consiguió conmigo;
pero su gran lección no tuvo nada que ver con eso. Su gran lección fue
allanarme el camino, enseñarme a solventar los problemas, a plantearme retos y
tratar de cumplirlos. Me hizo levantar la cabeza para que pudiera apreciar un
horizonte diferente. Al decir esto, paseábamos por los pasillos en la fábrica
donde ella trabajaba, al detenernos frente a uno de los telares, me señaló: -Así
como la trama de un tejido, sirve de apoyo para la configuración de la tela,
así fue el apoyo que recibí del profesor Rosales. -No sé si podré ir a buscarle
algún día, pero el obstáculo de no saber su domicilio, es al fin uno de tantos
de los que he tenido que enfrentar en mi vida. -Lo que si puedo decirte es que
junto a las palabras de mi maestro que te mencioné y que tengo grabadas en mi
memoria, están otras dos que en mayúscula se escriben: -GRACIAS MAESTRO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario