miércoles, 17 de abril de 2013

Cuéntame un cuento 2




PL y las tres palabras
Por Jorge Leonel Otero Chambean




PL se levantó de la cama, con precisión cronométrica, a las seis de la mañana en punto. Se preparó una taza de café y entre sorbo y sorbo se alistó a realizar la rutina que realizaba con religiosidad todos los días.

Semanalmente en un singular trabajo de control de calidad, renovaba los diccionarios que llevaba a su casa y procedía a examinarlos. Ese día, eligió del librero cuatro ejemplares al azar y se dispuso a sopesar los volúmenes elegidos. Así como el prestigiado tahúr toma en sus manos la baraja y por su peso le es factible precisar la falta de una carta, así PL tomaba amorosamente los diccionarios tratando de descubrir alguna falla.

Esa mañana en especial, su estómago le hacía presentir que algo andaba mal. En efecto, cuando puso el libro en la palma de su mano izquierda y empezó ese ejercicio como de calibración, detectó inmediatamente: Aquí faltan tres palabras.

El segundo, tercero y cuarto, sólo sirvieron para confirmar. Cuando los sopesó, encontró el mismo resultado. Faltaban tres palabras en cada ejemplar.

Se agudizó el sobresalto. Había encontrado a lo largo de su vida muchas cosas por las que ser feliz, pero entre ellas, editar buscando la perfección del detalle en cada diccionario producido, le significaba un gozo profundo.

Llegó al trabajo con una idea rondando fija en la cabeza. Arreglados los primeros asuntos, sin dilación se dirigió al almacén de la editorial. En ese sitio la actividad era fragorosa. En un momento se apilaban miles de libros en  grandes torres, y al siguiente los operarios de los montacargas se encargaban de bajar la altura, para llevar a empaque los que saldrían a la venta. En esas estaban cuando PL fue eligiendo algunos diccionarios. Esta vez seleccionó cerca de veinte. Amorosamente los llevó entre sus brazos a su oficina.

Quería estar solo. Puso el cerrojo de la puerta. Se sentó en el sillón y dejó los diccionarios en el escritorio. Posó su mirada en la portada. Siempre le gustó el azul y se veía reflejado porque predominaba ese color en la litografía.

Tomó un ejemplar. Lo acarició con su palma. Lo sopesó con lentitud. Hubiera querido equivocarse, pero no… Con meticulosidad revisó los otros diccionarios. Ningún cambio. Faltaban tres palabras.

El teléfono empezó a repiquetear. Creyó escuchar que alguien tocaba la puerta. Pero ninguna señal del exterior pudo disminuir un ápice de su concentración.  A partir de ese momento toda su energía estaría al servicio de una necesidad vital: recuperar lo perdido.

A las seis de la tarde, el personal comenzó su retiro habitual. Había terminado la jornada laboral. PL se despidió como de costumbre, pero no tomó rumbo a su casa. Tenía un plan. Regresaría minutos más tarde, se colaría en secreto a las instalaciones de la empresa editorial  y encontraría un lugar apropiado para desde ahí vigilar tratando de sorprender al saboteador.

¿O será saboteadora? Pensó. No lo sabía de cierto. Lo importante era estar alerta, para que llegado el momento pudiese enfrentar a ese o a esa terrorista. Sí, terrorista, de eso si estaba seguro. No se trataba de un vulgar ladrón, porque en todo caso podría haberse robado cuantos diccionarios quisiera, teniendo la oportunidad. Pero él no los robó, hizo algo más grave: los mutiló. Les quitó un poco de su esencia.

Los dos primeros días realizó su trabajo de investigador, o de espía, con mucho entusiasmo y fuerza. Cumpliendo horarios, vigilando los accesos, rondando sigiloso, pero al tercero, la factura de no dormir, de alimentarse escasamente y de la tensión, empezó a exigir su pago.

El cansancio le obligaba a estar quieto y a sus ojos a conciliar el sueño. A punto de abandonar la misión y dormirse, oyó lo que le pareció fue un frasco rodando por el piso.

La adrenalina le dio el impulso para alertarse. Se levantó presuroso a ubicar el origen del ruido. Con sus pequeños binoculares, pudo enfocar con nitidez la faz del criminal.

Pudo verle. Era el Sr. Pérez, uno de los contadores. Lo ubicaba bien porque había convivido con él por más de dos décadas. Conocía a su familia, a sus hijos, a su esposa. Recientemente le correspondió otorgarle la medalla por 25 años de servicio. Realizaba un trabajo impecable, era puntual, dedicado y responsable.

¿Por qué hacia esto? Desde donde estaba pudo observar que el trabajo que realizaba, lo hacía casi con veneración. Deslizaba las páginas con afecto profundo, acariciando la textura, aplicando una sustancia y una técnica tal con un instrumento como de relojero, que con una especie de aguja en la punta lograba desaparecer por completo las letras impresas.

¿Por qué hacia esto? Se guardó la pregunta hasta situarse frente él. Cuando el Sr. Pérez lo vió aparecer, en su rostro se agudizó la tristeza. A sus 55 años, miel y hiel se habían combinado para moldear esa superficie con ciertos surcos, ciertas expresiones, que podíamos decir, hablaban más de tristezas que de tiempos felices.

-Sabía que usted me descubriría.

-¿Por qué? Sr. Pérez.

-Yo amo la editorial igual que usted, Sr. PL. Amo a los diccionarios porque son como una extensión de mi propio ser.

-¿Y entonces? Los ojos de los dos se encontraron,  a pesar de oponerse en el plano físico (estaban uno frente al otro), parecían por un momento mirar hacia el mismo destino, un lugar donde la comunicación los hermanaba y les daba tranquilidad.

-Las palabras han perdido su significado. No sólo dejamos de dialogar sino que además herimos, humillamos, lastimamos al prójimo.

-Se han desgastado tanto, que mire usted Sr. Pl, hay incluso vocablos que debemos desaparecer.

-Es que la humanidad casi desde su origen trocó colaboración por competencia, amor por odio, confianza por traición… Hoy esas palabras están huecas. No sirven para nombrar nada. Por eso me atreví a borrarlas. No quise afectar a la empresa. Simplemente quise poner orden.

-Porque yo no quiero que la gente tenga confianza en mí. Porque la historia marca que esa es la fuente de la traición…

-Está bien Sr. Pérez, entiendo que las palabras vuelan, viajan, acarician o laceran de acuerdo a las intenciones de los hablantes. Pero usted y yo podemos dialogar, expresar nuestras ideas y nuestros sentimientos, gracias a ellas. Los seres humanos somos palabras. Podemos empeñarnos en desdibujarlas, en quitarles sentido e inventarles etimologías utilitarias, pero no debemos dejar de decir te amo, confío, tengo esperanza, porque cuando dejamos de pronunciarlas, de alguna manera las condenamos al olvido.

-Cierto que el odio como monstruo de las mil cabezas se aparece todos los días, cierto que la confianza puede generar falsas expectativas, que hay momentos donde la esperanza es una débil luz, pero así y todo podemos ubicarla como fuente de transformación.

-Por eso las palabras debemos pronunciarlas, recrearlas, para que en su ternura, en su fuerza, en su ligazón, nos unan, nos abracen, nos llenen  de calor.

-No nos libraremos de decepciones, de algún descalabro, pero aún así debemos seguir pasándolas por nuestro corazón, porque en ese recordar está nuestro pasado, nuestro presente y la manera de hacernos humanos.

-Deje eso Sr. Pérez. A partir de hoy le pido que se una a mi voz y juntos, pronunciemos  las palabras constantemente, una y otra vez, para que en el mundo resuenen.

-Cuando algunos más las estén pronunciando a su vez en otros lugares, igual y alguien más, probablemente, esté soñando en un mundo mejor posible.

-Deje eso Sr. Pérez.


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