PL
y las tres palabras
Por Jorge Leonel Otero Chambean
PL se levantó de la cama,
con precisión cronométrica, a las seis de la mañana en punto. Se preparó una
taza de café y entre sorbo y sorbo se alistó a realizar la rutina que realizaba
con religiosidad todos los días.
Semanalmente en un singular
trabajo de control de calidad, renovaba los diccionarios que llevaba a su casa
y procedía a examinarlos. Ese día, eligió del librero cuatro ejemplares al azar
y se dispuso a sopesar los volúmenes elegidos. Así como el prestigiado tahúr
toma en sus manos la baraja y por su peso le es factible precisar la falta de
una carta, así PL tomaba amorosamente los diccionarios tratando de descubrir
alguna falla.
Esa mañana en especial, su
estómago le hacía presentir que algo andaba mal. En efecto, cuando puso el
libro en la palma de su mano izquierda y empezó ese ejercicio como de
calibración, detectó inmediatamente: Aquí faltan tres palabras.
El segundo, tercero y
cuarto, sólo sirvieron para confirmar. Cuando los sopesó, encontró el mismo
resultado. Faltaban tres palabras en cada ejemplar.
Se agudizó el sobresalto. Había
encontrado a lo largo de su vida muchas cosas por las que ser feliz, pero entre
ellas, editar buscando la perfección del detalle en cada diccionario producido,
le significaba un gozo profundo.
Llegó al trabajo con una
idea rondando fija en la cabeza. Arreglados los primeros asuntos, sin dilación
se dirigió al almacén de la editorial. En ese sitio la actividad era fragorosa.
En un momento se apilaban miles de libros en
grandes torres, y al siguiente los operarios de los montacargas se
encargaban de bajar la altura, para llevar a empaque los que saldrían a la
venta. En esas estaban cuando PL fue eligiendo algunos diccionarios. Esta vez
seleccionó cerca de veinte. Amorosamente los llevó entre sus brazos a su
oficina.
Quería estar solo. Puso el
cerrojo de la puerta. Se sentó en el sillón y dejó los diccionarios en el
escritorio. Posó su mirada en la portada. Siempre le gustó el azul y se veía
reflejado porque predominaba ese color en la litografía.
Tomó un ejemplar. Lo
acarició con su palma. Lo sopesó con lentitud. Hubiera querido equivocarse,
pero no… Con meticulosidad revisó los otros diccionarios. Ningún cambio. Faltaban
tres palabras.
El teléfono empezó a
repiquetear. Creyó escuchar que alguien tocaba la puerta. Pero ninguna señal
del exterior pudo disminuir un ápice de su concentración. A partir de ese momento toda su energía
estaría al servicio de una necesidad vital: recuperar lo perdido.
A las seis de la tarde, el
personal comenzó su retiro habitual. Había terminado la jornada laboral. PL se
despidió como de costumbre, pero no tomó rumbo a su casa. Tenía un plan.
Regresaría minutos más tarde, se colaría en secreto a las instalaciones de la
empresa editorial y encontraría un lugar
apropiado para desde ahí vigilar tratando de sorprender al saboteador.
¿O será saboteadora? Pensó.
No lo sabía de cierto. Lo importante era estar alerta, para que llegado el
momento pudiese enfrentar a ese o a esa terrorista. Sí, terrorista, de eso si
estaba seguro. No se trataba de un vulgar ladrón, porque en todo caso podría
haberse robado cuantos diccionarios quisiera, teniendo la oportunidad. Pero él no
los robó, hizo algo más grave: los mutiló. Les quitó un poco de su esencia.
Los dos primeros días
realizó su trabajo de investigador, o de espía, con mucho entusiasmo y fuerza.
Cumpliendo horarios, vigilando los accesos, rondando sigiloso, pero al tercero,
la factura de no dormir, de alimentarse escasamente y de la tensión, empezó a
exigir su pago.
El cansancio le obligaba a
estar quieto y a sus ojos a conciliar el sueño. A punto de abandonar la misión
y dormirse, oyó lo que le pareció fue un frasco rodando por el piso.
La adrenalina le dio el
impulso para alertarse. Se levantó presuroso a ubicar el origen del ruido. Con
sus pequeños binoculares, pudo enfocar con nitidez la faz del criminal.
Pudo verle. Era el Sr.
Pérez, uno de los contadores. Lo ubicaba bien porque había convivido con él por
más de dos décadas. Conocía a su familia, a sus hijos, a su esposa.
Recientemente le correspondió otorgarle la medalla por 25 años de servicio.
Realizaba un trabajo impecable, era puntual, dedicado y responsable.
¿Por qué hacia esto? Desde
donde estaba pudo observar que el trabajo que realizaba, lo hacía casi con
veneración. Deslizaba las páginas con afecto profundo, acariciando la textura,
aplicando una sustancia y una técnica tal con un instrumento como de relojero,
que con una especie de aguja en la punta lograba desaparecer por completo las
letras impresas.
¿Por qué hacia esto? Se
guardó la pregunta hasta situarse frente él. Cuando el Sr. Pérez lo vió
aparecer, en su rostro se agudizó la tristeza. A sus 55 años, miel y hiel se
habían combinado para moldear esa superficie con ciertos surcos, ciertas
expresiones, que podíamos decir, hablaban más de tristezas que de tiempos
felices.
-Sabía que usted me
descubriría.
-¿Por qué? Sr. Pérez.
-Yo amo la editorial igual
que usted, Sr. PL. Amo a los diccionarios porque son como una extensión de mi
propio ser.
-¿Y entonces? Los ojos de
los dos se encontraron, a pesar de
oponerse en el plano físico (estaban uno frente al otro), parecían por un
momento mirar hacia el mismo destino, un lugar donde la comunicación los
hermanaba y les daba tranquilidad.
-Las palabras han perdido su
significado. No sólo dejamos de dialogar sino que además herimos, humillamos,
lastimamos al prójimo.
-Se han desgastado tanto,
que mire usted Sr. Pl, hay incluso vocablos que debemos desaparecer.
-Es que la humanidad casi
desde su origen trocó colaboración por competencia, amor por odio, confianza
por traición… Hoy esas palabras están huecas. No sirven para nombrar nada. Por
eso me atreví a borrarlas. No quise afectar a la empresa. Simplemente quise
poner orden.
-Porque yo no quiero que la
gente tenga confianza en mí. Porque la historia marca que esa es la fuente de
la traición…
-Está bien Sr. Pérez, entiendo
que las palabras vuelan, viajan, acarician o laceran de acuerdo a las
intenciones de los hablantes. Pero usted y yo podemos dialogar, expresar
nuestras ideas y nuestros sentimientos, gracias a ellas. Los seres humanos
somos palabras. Podemos empeñarnos en desdibujarlas, en quitarles sentido e
inventarles etimologías utilitarias, pero no debemos dejar de decir te amo,
confío, tengo esperanza, porque cuando dejamos de pronunciarlas, de alguna
manera las condenamos al olvido.
-Cierto que el odio como
monstruo de las mil cabezas se aparece todos los días, cierto que la confianza
puede generar falsas expectativas, que hay momentos donde la esperanza es una
débil luz, pero así y todo podemos ubicarla como fuente de transformación.
-Por eso las palabras debemos
pronunciarlas, recrearlas, para que en su ternura, en su fuerza, en su ligazón,
nos unan, nos abracen, nos llenen de
calor.
-No nos libraremos de
decepciones, de algún descalabro, pero aún así debemos seguir pasándolas por
nuestro corazón, porque en ese recordar está nuestro pasado, nuestro presente y
la manera de hacernos humanos.
-Deje eso Sr. Pérez. A
partir de hoy le pido que se una a mi voz y juntos, pronunciemos las palabras constantemente, una y otra vez,
para que en el mundo resuenen.
-Cuando algunos más las estén
pronunciando a su vez en otros lugares, igual y alguien más, probablemente,
esté soñando en un mundo mejor posible.
-Deje eso Sr. Pérez.
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