Frente al tablero
Por Jorge Leonel Otero Chambean
En la Biblioteca de la Escuela
Primaria “Benito Juárez” se escuchaba el bullicio de los jugadores y de los
espectadores. Pero era uno muy especial, el que se produce en los Torneos de
Ajedrez. Y es que en cada mesa los jugadores están concentrados en realizar sus
jugadas, pero no están estáticos, se mueven en la silla, mueven las piezas en
el tablero, ponen en marcha el reloj, y ni que decir de los espectadores, que
ocasionalmente hacen un comentario, se mueven entre las mesas, en fin, ruidos
propios de una competencia del juego ciencia.
En la mesa número dos, se escucha
una vocecita dulce y cristalina, que le dice a su oponente:
-Jaque Mate.
Acto seguido, Mariana, le
extiende la mano al jugador derrotado, cumpliendo una de las formalidades que
hacen bello a este juego milenario.
Cuando en todas las mesas
culminaron las partidas de esa que era la quinta ronda, se procedió al evento
de premiación. El Profesor encargado de la organización, expresó de preámbulo
un reconocimiento al esfuerzo de todos, luego de lo cual anunció:
-Tercer lugar, para la alumna del
2°B: Mariana Delgado Martínez
Al oír su nombre la niña se
acercó al presídium, donde le pusieron al cuello ese pendón que en sus extremos
llevaba la medalla ganada. De tono broncíneo, ese cuerpo redondo y brilloso, a
ella le pareció por el peso y por el gusto de haberla ganado, como si fuera de
oro puro. Ya casi ni puso atención al resto de la premiación. El trayecto a su casa, lo
hizo como si fuera volando transportada en una nube. Al llegar, a todo el que
quería oír, exultante, les contaba de su triunfo. Un fulgor precioso salía de
sus ojitos cada vez que contaba cómo había sido su paso en el Torneo.
Tres semanas atrás allá por el
mes de enero, su maestra les había invitado a inscribirse. Preguntó a todos
quién sabia jugar ajedrez y unas cuantas manos se levantaron en señal
afirmativa. La mano finita y delgadita de Mariana se alzó con timidez, dudaba
entre participar o no, porque al final de cuentas, nunca había jugado en un
torneo formalmente. En su cara morenita se dibujaba cierta inquietud, por eso
cuando la profesora se aproximó a su lugar para anotarla, ella se apresuró a
bajar la mano. La maestra, Intentó
convencerla pero por esa actitud un tanto retraída y triste que mostraba
últimamente, decidió no insistir mucho.
Mariana siempre había sido una
niña muy vivaz, participativa, siempre dispuesta a ayudar al compañero y a
emprender nuevos retos, pero el asunto de la Diabetes, le había complicado una
tanto la existencia. Allá por agosto del año 2008, a muy pocos días del inicio de un nuevo ciclo
escolar, sufrió un desmayo. Una serie eventos se encadenaron hasta el grado que terminó en el hospital.
Durante varios días se le bombardeó con el asunto de la insulina, la dieta, los
controles del azúcar y el tratamiento que tenía que seguir al pie de la letra.
Ella, niña al fin, con sus siete años encima, le costaba trabajo asimilar tanta
información. Por más que su Mami y los demás miembros de la familia apoyaban,
ella veía esto como una gran calamidad, no asimilaba el hecho de estar
enfermita y se enojaba pensando ¿por qué le ocurrían esas cosas? Por qué a
ella.
De esos días fatales, creo que lo
único bueno que recordaba, eran las partidas de ajedrez. Principalmente con
Juanito el niño de la cama 23, se entretenía
ganándole, aún cuando él era dos años mayor; su rey terminaba inclinándose en
el pequeño tablero. Tablero que durante esos aciagos días se convirtió en su
gran aliado. Cuando a éste compañerito, le hacían curaciones en las zonas de la
piel que se había quemado, producto de un accidente en la cocina de su casa,
que fue lo que provocó la hospitalización, entonces eran Raúl o Daniel, quienes
desde el piso superior bajaban a retar a Mariana. Afortunadamente nunca
faltaron en el Hospital Infantil, niños con quién jugar.
Desde los cinco años Mariana
había tenido su primer contacto con el ajedrez. Un día, después de mucho ver ese
viejo arcón, con el que se había acostumbrado a encontrar en el pasillo que iba
a su recamará, e incluso haberse tropezado ocasionalmente, le entró curiosidad
sobre su contenido. No se animó a preguntarle a su Mamá, pero después de dar
vueltas y vueltas, se atrevió a abrirlo. En esa vieja caja de madera descubrió
un tesoro. Entre el polvo acumulado de años, encontró algunas cosas de su
Abuelo. Por acá unos discos de música que por cierto eran tan grandes, de
acetato negro, que pronto supo que ningún aparato de su hogar podía reproducir
su música. Por allá un libro amarillento del Quijote de la Mancha. Pero lo que
más le atrajo era una caja en la que en dos partes unidas por bisagras
pequeñitas se dibujaban los escaques de dos colores alternados uno claro y uno
oscuro inconfundibles para los que se aproximan en el aprendizaje del
maravilloso juego del ajedrez.
Habiéndole dado los “primeros
auxilios” al tablero y las piezas, encontró rápidamente en su hermano mayor a
su primer maestro en el juego. Aprendió que los alfiles se mueven por las
diagonales. Que las torres caminan por toda la columna o la línea, le
explicaron que el movimiento de ésta se parece al signo de la suma +.
Se interesó en el movimiento de la Dama que combinaba magistralmente los que ya
había visto del Alfil y la Torre. Observó que el caballo es la única pieza que
pude saltar sobre otras. De manera muy simpática asoció el movimiento de éste
con el de un ritmo musical, y para acompañar la forma de la L
que destaca a esta singular pieza:
repetía con gracia cuando su mano llevaba al caballo saltarín del lugar de
origen al de destino. Uno, dos dibujaba la parte larga de la L
imaginaria y al terminar la parte corta a la derecha o la izquierda cantaba cha,
cha, chá. Un, dos, cha cha chá.
Pero no quedó ahí nada más su
creatividad. Dibujaba en su cuaderno reyes,
peones, caballos, con los colores más raros. Ideaba también en sus juegos que hacía solita,
partidas imaginarias donde las piezas se movían mágicamente. El ajedrez desde
ese entonces se convirtió en una fuente inagotable de recreación y aunque
muchas veces fue relegado en algunos periodos por los videojuegos, siempre
ocupó el interés principal de Mariana.
Y ahí estaba ese día, ya se
aproximaba la fecha del Torneo, y ella seguía debatiéndose entre inscribirse o
no. Como que quería, como que no quería.
Llegó de la escuela, dejó su mochila y encontró una revista que su mamá
había comprado y que muy sutilmente colocó en su buró para que ella la viera.
Era una revista de ajedrez. En la portada se veía la foto de una mujer, que con
negrillas se le destacaba, como la mejor jugadora de ajedrez de la historia, su
nombre: Judith Polgar.
En interiores se narraban pasajes
de su vida. Nacida en Hungría, aprendió a jugar ajedrez a los 4 años. Sus dos
hermanas Zsuzsa y Sofía, se destacaron al nivel internacional en los
Campeonatos de Ajedrez Femeninos. Pero Judith fue más allá, a los 15 años
obtuvo el título de Gran Maestro, siendo en su época la persona más joven en
obtenerlo. Su genio ha trascendido tanto que su rating (clasificación
internacional) la sitúa entre los primeros 100 jugadores del mundo.
Para Mariana leer esto significó
un acicate. Entraría en el Torneo y porque
no, buscaría imitar el ejemplo de esa gran ajedrecista.
Al entrar a la Biblioteca, su
estómago le daba señales del temor clásico del inicio de una competencia. De
los 36 alumnos inscritos, sólo tres eran mujeres y ella era de las más chicas
de edad. Había participantes de 2do a 6° grado. La diferencia en estatura con
algunos era muy notable. Su maestra muy perceptiva, seguramente apreció la cara
de angustia de su discípula, y le quiso infundir ánimo con una expresión más
acorde quizá a la lucha libre que a un torneo de ajedrez: ¡No te preocupes, no
los vas a cargar! Pero de todas formas el efecto fue positivo.
La organización, decidió que
todos participarían en una sola categoría y que el torneo se llevaría a cabo en
cinco rondas. El juez, habiendo
comentado las reglas básicas, como pieza tocada pieza jugada, e instándoles a
las formulas de cortesía, les señaló que por ser un evento promocional, se les
eximiría de anotar en la papeleta sus jugadas como es reglamentario, pero que en
futuras competencias era importante que supieran hacerlo, pidiéndoles que al
final de cada ronda dieran el resultado en las papeletas que se les
repartían. Igual situación con el reloj,
les pedía que se familiarizaran con su uso, y que para ese efecto en este
torneo en algunas mesas se pondría el reloj de control.
En la primera partida le tocó un
niño de 4°año. Pasado el sofocón de los nervios, el ritmo de la partida le fue
dando la serenidad para tratar de elegir las mejores jugadas. Como le habían
tocado las piezas negras con signos firmes anotó los datos y destacó con números más grandes el resultado: 0 – 1, como les habían indicado.
La segunda y tercera ronda,
transcurrieron en un tris, pues sus contrincantes, optaron por jugar a una
velocidad tan imprudente, por lo que incurrieron en muchos errores, mismos que
Mariana supo aprovechar. Sendas victorias frente a alumnos de 3° y 5° grado.
Para la cuarta ronda, inició con
las blancas. Movió su peón a e4, desarrollo sus caballos, uno de sus alfiles,
se enrocó de lado corto, y concentró sus afanes en capturar un peón en el
centro que le permitiría abrir una columna para el dominio de su torre, pero
una imprecisión dio al traste el plan. Con dos peones de menos, terminaría
perdiendo la partida con ese gigante, o por lo menos así le pareció a ella por momentos,
alumno de 6° grado, que a la postre ocuparía el primer lugar del torneo.
Los resultados y los efectos de
la quinta ronda, ya fueron reseñados, baste por decir que esta competencia obró
en Mariana de muchas maneras. La medalla ganada significó en cierto sentido un
triunfo especial. En algunos momentos en que la tristeza se aparecía con
frecuencia, el ajedrez le había permitido recuperar la confianza, la seguridad en
sí misma. Su libro donde estudiaba, su tablero donde practicaba, empezaron a
salir más frecuentemente de donde se guardaban, pues un nuevo aliciente
iluminaba el futuro: La posibilidad de asistir a las competencias de la Zona
Escolar XI, estaban vigentes pues podrían participar los tres primero lugares
de cada escuela.
Ganar
otra medalla era suficiente motor de impulso, pero lo que más le llenaba era la
satisfacción de estarse sobreponiendo, de remontar los momentos amargos
recientes con la ilusión de jugar una partida. Concentrada en ese mundo maravilloso que se
despliega en el tablero, con cada jugada, con cada plan, se va uno adentrando a
un lugar donde no hay ruidos, distractores, ni problemas. En esos minutos que
dura la partida, nada parece ser importante, sino identificar el sentido de
cada movimiento propio e identificar las respuestas del rival. Por eso a
Mariana le gustaba el ajedrez, porque cuando jugaba se olvidaba de todo y
simplemente se concentraba en ese espacio de las 64 casillas. Ella no sabe si podrá
aproximarse a los triunfos de una Judith Polgar, pero de lo que sí está segura,
es que quiere conservar al ajedrez como uno de sus mejores amigos.
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