lunes, 3 de junio de 2013

La Princesa que olvidó su nombre



La Princesa que olvidó su nombre
Por Jorge Leonel Otero Chambean

La niña se despertó y como todas las mañanas, abrió un ojo, después el otro, pero ese día se sentía como inquieta, algo le preocupaba. Se miró en el espejo, su pelito corto enmarcaba su rostro de tez morena. Sus ojos negros y profundos parecían escudriñar la superficie plateada. Presentía que algo pasaba.

Cuando bajó al gran salón, todos se alistaban a disfrutar el desayuno. Al tenerla cerca, su padre, el Rey, le dio un beso en la frente y la acompañó y ayudó a sentarse en la silla.  De pronto la princesa le preguntó:  

-¿Cómo me llamo?

El Rey asombrado, quiso contestar pero no pudo.

-Tú eres… tú eres…la princesa.
-Sí, pero cómo me llamo.

El Rey buscaba en su memoria y no salía de entre los recuerdos el nombre de su hija. Llamó a la Reina con urgencia  y él mismo hizo también la pregunta:
-¿Cómo se llama la princesa?

La Reina se sorprendió con la pregunta, pero lo que más le alarmó era que por más que trató no pudo recordar cuál era el nombre de su hija.

-¡Todos a mí! ¡Todos a mí!

El Canciller, varios  ministros, condes, duques, embajadores y otros miembros de la Corte, acudieron al  llamado del monarca.

-Os he reunido porque necesito saber el nombre de mi hija, la princesa. ¡De inmediato!

Hubo mucha agitación, nerviosismo. Una fuerte tensión se sentía en todo el Palacio. Todos se miraban entre sí  como buscando la respuesta,  pero nadie la tenía. Temerosos de la ira del Rey, no ataba nadie a enfrentarlo.

-¿Qué pasa? Tronó después de unos minutos.

Un pesado silencio fue envolviéndolos. Nadie quería tomar la palabra. Y cómo todos empezaron a voltear a ver al Canciller, éste no tuvo más remedio que asumir su papel.

-No lo sabemos su excelentísima alteza.                   
-¡No saben qué!
-El nombre de la princesa.

Del azoro al terror fueron oscilando las emociones de todos los presentes. Cuando de reojo alcanzaban a observar los tonos que adquiría la piel de la cara del Rey, que pasaba del verde al morado y después al rojo alternativamente;  temían lo peor. Algunos, dominados por el miedo, intentaron discretamente escurrirse por alguna puerta, pero la actitud que asumieron los soldados, los hizo desistir.

-Tenemos que hacer algo. Se escuchó una voz enérgica.

Ante la reacción del rey, disminuyó gradualmente el pánico y se dio lugar al deseo de colaboración. Daban sugerencias, señalaban hipótesis. Por alguna extraña razón, un misterioso hechizo había borrado de la memoria de todos los habitantes del reino el nombre de la princesa. Más aún, todo  vestigio donde había estado escrito su nombre había desaparecido.

A partir de ese día, a todas horas entraban y salían del Palacio, consejeros, magos, doctores, que buscaban en la niña princesa datos acerca de su nombre. Ella se abrumaba porque veía en sus padres la preocupación y en todos el deseo de acabar con este maleficio. Querían volver a verla reír, cantar y bailar por los jardines y por todas las habitaciones. Extrañaban esa alegría que contagiaba y hacía vibrar a toda la comarca.

Una tarde, cuando parecían haberse agotado todos los esfuerzos, llegó a las puertas del palacio un anciano al que nadie conocía como habitante de Ecataflurnia. Convocado por uno de los muchos avisos que colocaron para solicitar apoyo para el caso, quiso ayudar a la princesa niña  y enfiló sus pasos hasta el reino.

Al  instante de iniciar la plática con la princesita, se percató de la enorme tristeza que la invadía. Con sus escasos siete añitos, algo había enturbiado su felicidad y había trocado ese brillo hermoso de sus ojos, por una expresión sombría que delataba lo mucho que sufría.

El anciano, con su voz pausada, le indicaba a la niña, que él no conocía las razones de su tristeza, pero que si ella quería, se empeñaba y tenía fe, podrían cambiar las cosas. Que todas las cosas en el Universo se mueven constantemente, y que esa es una señal para saber que si hay obscuridad es porque antes hubo la luz del día, que si hoy una pena nos aflige, es porque mañana vendrá la alegría. 

Habiendo captado su interés, continuó la charla:

-Lo primero que vamos a hacer es encontrar tu nombre.
-Pero cómo.
-Un gran sabio señaló hace siglos: “el corazón tiene sus razones que la razón no conoce”.
-¿Qué quiere decir?
-Bueno muchas cosas podemos entender de esto, pero fíjate que cuando el corazón de alguien se abate por algún sufrimiento, se puede dar el caso que se olvide hasta de su nombre, y que la nube de tristeza se extienda por todo el territorio tocando todas las almas a su paso.
-Y es que el nombre de uno, significa mucho de lo que se es, de lo que uno aspira en la vida, cuando uno vive y vive con tristeza, a veces olvida lo que ES, y en lugar de apreciar lo bello que es la vida, porque podemos ver los colores del cielo, oler la lluvia cuando moja la tierra, gustar del sabor de la miel o  de lo agrio de un limón, y muchas cosas más, a veces preferimos enojarnos y acaso abandonarnos por padecer una enfermedad o alguna pena.

-Por eso vamos a encontrar tu nombre.


-¿Qué tengo que hacer?

El anciano le fue explicando que para encontrar las razones de su corazón, durante los próximos  seis días, tendría que abandonar la comodidad del palacio. Vestida con ropas sencillas, sin el boato de ser princesa sino una simple niña, iría buscando por las  zonas más pobres del reino donde habita la mayoría de la población, a alguien a quien ayudar, alguien a quien consolar y brindarle afecto. Acabada la tarea al terminar el día, en alguna parte del Palacio aparecerá una letra de tu nombre.

-Tendrás que anotarlas e irlas uniendo para que al final con ellas formes tu nombre.

Al día siguiente la princesita se levantó. Como pudo se proveyó de las prendas adecuadas, convenciendo a la hija de una de las cocineras de cambiar ropajes. Pero salir de las fronteras del Castillo no fue tan fácil. Tuvo que burlar la escolta  habitual y con buen juicio le solicitó al anciano que la acompañara, porque ella estaba muy chica para andar sola y no tenía idea hacia dónde dirigirse.

Esa parte del reino nunca la había visitado, el conjunto de casas tan abigarrado ofrecía un panorama tan desolador contrastando con la opulencia en que se vivía en el Palacio. Se prometió a si misma que platicaría con su padre para alertarle sobre las condiciones de esta gente.

Caminaron y caminaron hasta que ya no pudo más y ella tuvo que detenerse a descansar. El anciano inmutable tenía una postura de que podía seguir la marcha sin tomarse un respiro. Ella sentía que no había ayudado a nadie, y se empezó a sentir un tanto frustrada, porque al retornar al hogar, ni siquiera había podido hablar con su padre, porque estuvo muy ocupado.

Se durmió agotada por la caminata. Al despertar lo primero que vio fue una letra pintada en la puerta. Era una M, se sintió emocionada, al encontrar también una nota, con un mensaje que decía: “por abrir tu corazón”. 




Hasta que conversó otra vez con el anciano, cuando se dirigían a la aldea,  pudo comprender que sin una acción concreta,  había sido sensible a las condiciones de pobreza de los lugareños y que por eso había recuperado la primera letra de su nombre.

Con entusiasmo vio una oportunidad de ayudar, al ver unos niños que cargaban unos recipientes de barro con agua para llevarles agua de fruta a los campesinos que cosechaban el trigo. Se ofreció a acompañarles y gustosa sirvió la bebida en las jícaras para apaciguar la sed a aquellos trabajadores.
Al otro día buscó y buscó, hasta que colgada en una lámpara del pasillo a la cocina mayor, encontró un pedazo de tela dorada en cuyo centro bordada en escarlata  se destacaba un signo: era una I.



Quiso la fortuna, que el tercer día la misión se centrara en hacer pan. Al pasar por una casa se toparon con una señora muy atenta que les convidó un trozo de suculento pan de centeno. En ese lugar un horno rudimentario, una cantidad de harina y sobre todo unas manos delicadas y  amorosas elaboraban unas ricas hogazas para la familia y para compartir e intercambiar a manera de trueque por otros productos alimenticios. A la princesita, que trabaja de incógnito, le pareció delicioso  probar el pan y contribuir para que otros se alimentaran.

Al recorrer toda un ala del castillo, no encontró ninguna pista pero algo le incitó a voltear hacia una ventana, desde ahí se apreciaba como al arbusto con hábiles cortes y podando aquí y allá le dieron una forma inconfundible: era una R.

Al cuarto y al quinto día, se combinaron faenas como ordeñar algunas cabras, dar de comer a las gallinas y ayudar a asear su corral. Regresando siempre agotada, poco tiempo le quedaba para asearse y comer algún alimento. Le esperaba su cama. Quería dormir, despertar y hallar las letras. Ahí aparecieron. Adentro de un cofre y en los establos: una I y una A. 



Para ella que ya sabía leer y escribir con fluidez, engarzar las letras fue sencillo:


M    I    R    I    __

Ya para el sexto día la princesita había resuelto el enigma,  y fue con gusto a la aldea, para lo cual pidió a su sabio acompañante que le ayudará guiando una carreta, donde transportarían los víveres que quería regalarles. Había pedido al Rey un cargamento de arroz, harina, frijol, y muchos otros alimentos porque quería agradecerles lo que la habían ayudado a aprender en esos días.

Cuando a la mañana siguiente, se asomó desde un balcón para apreciar la última M, ella ya sabía que era la princesa MIRIAM, lo sentía en su interior, y además de haberlo recordado, ella supo que para enfrentar los problemas, las tristezas y las penas, el mejor camino es abrir las puertas del corazón  para ayudarles a los demás. Aprendió que ser generoso, DAR a los demás, es más gratificante que recibir, y desde entonces no siempre en el reino brilla la alegría, pero luchan porque se mantenga el ánimo sabiendo que después del anochecer siempre AMANECE, y es posible que nos traiga alguna sorpresa.



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