La
Princesa que olvidó su nombre
Por
Jorge Leonel Otero Chambean
La
niña se despertó y como todas las mañanas, abrió un ojo, después el otro, pero
ese día se sentía como inquieta, algo le preocupaba. Se miró en el espejo, su
pelito corto enmarcaba su rostro de tez morena. Sus ojos negros y profundos parecían
escudriñar la superficie plateada. Presentía que algo pasaba.
Cuando
bajó al gran salón, todos se alistaban a disfrutar el desayuno. Al tenerla
cerca, su padre, el Rey, le dio un beso en la frente y la acompañó y ayudó a sentarse
en la silla. De pronto la princesa le
preguntó:
-¿Cómo
me llamo?
El
Rey asombrado, quiso contestar pero no pudo.
-Tú
eres… tú eres…la princesa.
-Sí,
pero cómo me llamo.
El
Rey buscaba en su memoria y no salía de entre los recuerdos el nombre de su
hija. Llamó a la Reina con urgencia y él
mismo hizo también la pregunta:
-¿Cómo
se llama la princesa?
La
Reina se sorprendió con la pregunta, pero lo que más le alarmó era que por más
que trató no pudo recordar cuál era el nombre de su hija.
-¡Todos
a mí! ¡Todos a mí!
El Canciller,
varios ministros, condes, duques,
embajadores y otros miembros de la Corte, acudieron al llamado del monarca.
-Os
he reunido porque necesito saber el nombre de mi hija, la princesa. ¡De
inmediato!
Hubo
mucha agitación, nerviosismo. Una fuerte tensión se sentía en todo el Palacio.
Todos se miraban entre sí como buscando
la respuesta, pero nadie la tenía.
Temerosos de la ira del Rey, no ataba nadie a enfrentarlo.
-¿Qué
pasa? Tronó después de unos minutos.
Un
pesado silencio fue envolviéndolos. Nadie quería tomar la palabra. Y cómo todos
empezaron a voltear a ver al Canciller, éste no tuvo más remedio que asumir su
papel.
-No
lo sabemos su excelentísima alteza.
-¡No
saben qué!
-El
nombre de la princesa.
Del
azoro al terror fueron oscilando las emociones de todos los presentes. Cuando
de reojo alcanzaban a observar los tonos que adquiría la piel de la cara del
Rey, que pasaba del verde al morado y después al rojo alternativamente; temían lo peor. Algunos, dominados por el
miedo, intentaron discretamente escurrirse por alguna puerta, pero la actitud
que asumieron los soldados, los hizo desistir.
-Tenemos
que hacer algo. Se escuchó una voz enérgica.
Ante
la reacción del rey, disminuyó gradualmente el pánico y se dio lugar al deseo
de colaboración. Daban sugerencias, señalaban hipótesis. Por alguna extraña
razón, un misterioso hechizo había borrado de la memoria de todos los
habitantes del reino el nombre de la princesa. Más aún, todo vestigio donde había estado escrito su nombre
había desaparecido.
A
partir de ese día, a todas horas entraban y salían del Palacio, consejeros,
magos, doctores, que buscaban en la niña princesa datos acerca de su nombre.
Ella se abrumaba porque veía en sus padres la preocupación y en todos el deseo
de acabar con este maleficio. Querían volver a verla reír, cantar y bailar por
los jardines y por todas las habitaciones. Extrañaban esa alegría que
contagiaba y hacía vibrar a toda la comarca.
Una
tarde, cuando parecían haberse agotado todos los esfuerzos, llegó a las puertas
del palacio un anciano al que nadie conocía como habitante de Ecataflurnia.
Convocado por uno de los muchos avisos que colocaron para solicitar apoyo para
el caso, quiso ayudar a la princesa niña
y enfiló sus pasos hasta el reino.
Al instante de iniciar la plática con la
princesita, se percató de la enorme tristeza que la invadía. Con sus escasos
siete añitos, algo había enturbiado su felicidad y había trocado ese brillo
hermoso de sus ojos, por una expresión sombría que delataba lo mucho que
sufría.
El
anciano, con su voz pausada, le indicaba a la niña, que él no conocía las
razones de su tristeza, pero que si ella quería, se empeñaba y tenía fe,
podrían cambiar las cosas. Que todas las cosas en el Universo se mueven constantemente,
y que esa es una señal para saber que si hay obscuridad es porque antes hubo la
luz del día, que si hoy una pena nos aflige, es porque mañana vendrá la
alegría.
Habiendo
captado su interés, continuó la charla:
-Lo
primero que vamos a hacer es encontrar tu nombre.
-Un
gran sabio señaló hace siglos: “el
corazón tiene sus razones que la razón no conoce”.
-Bueno
muchas cosas podemos entender de esto, pero fíjate que cuando el corazón de
alguien se abate por algún sufrimiento, se puede dar el caso que se olvide
hasta de su nombre, y que la nube de tristeza se extienda por todo el
territorio tocando todas las almas a su paso.
-Y
es que el nombre de uno, significa mucho de lo que se es, de lo que uno aspira
en la vida, cuando uno vive y vive con tristeza, a veces olvida lo que ES, y en
lugar de apreciar lo bello que es la vida, porque podemos ver los colores del
cielo, oler la lluvia cuando moja la tierra, gustar del sabor de la miel o de lo agrio de un limón, y muchas cosas más,
a veces preferimos enojarnos y acaso abandonarnos por padecer una enfermedad o
alguna pena.
-Por
eso vamos a encontrar tu nombre.
-¿Qué
tengo que hacer?
El
anciano le fue explicando que para encontrar las razones de su corazón, durante
los próximos seis días, tendría que
abandonar la comodidad del palacio. Vestida con ropas sencillas, sin el boato
de ser princesa sino una simple niña, iría buscando por las zonas más pobres del reino donde habita la
mayoría de la población, a alguien a quien ayudar, alguien a quien consolar y
brindarle afecto. Acabada la tarea al terminar el día, en alguna parte del Palacio
aparecerá una letra de tu nombre.
-Tendrás
que anotarlas e irlas uniendo para que al final con ellas formes tu nombre.
Al
día siguiente la princesita se levantó. Como pudo se proveyó de las prendas
adecuadas, convenciendo a la hija de una de las cocineras de cambiar ropajes.
Pero salir de las fronteras del Castillo no fue tan fácil. Tuvo que burlar la
escolta habitual y con buen juicio le
solicitó al anciano que la acompañara, porque ella estaba muy chica para andar
sola y no tenía idea hacia dónde dirigirse.
Esa parte del reino nunca la había visitado,
el conjunto de casas tan abigarrado ofrecía un panorama tan desolador
contrastando con la opulencia en que se vivía en el Palacio. Se prometió a si
misma que platicaría con su padre para alertarle sobre las condiciones de esta
gente.
Caminaron
y caminaron hasta que ya no pudo más y ella tuvo que detenerse a descansar. El
anciano inmutable tenía una postura de que podía seguir la marcha sin tomarse
un respiro. Ella sentía que no había ayudado a nadie, y se empezó a sentir un
tanto frustrada, porque al retornar al hogar, ni siquiera había podido hablar
con su padre, porque estuvo muy ocupado.
Se
durmió agotada por la caminata. Al despertar lo primero que vio fue una letra
pintada en la puerta. Era una M, se
sintió emocionada, al encontrar también una nota, con un mensaje que decía: “por abrir tu corazón”.
Hasta
que conversó otra vez con el anciano, cuando se dirigían a la aldea, pudo comprender que sin una acción
concreta, había sido sensible a las
condiciones de pobreza de los lugareños y que por eso había recuperado la
primera letra de su nombre.
Con
entusiasmo vio una oportunidad de ayudar, al ver unos niños que cargaban unos
recipientes de barro con agua para llevarles agua de fruta a los campesinos que
cosechaban el trigo. Se ofreció a acompañarles y gustosa sirvió la bebida en
las jícaras para apaciguar la sed a aquellos trabajadores.
Al
otro día buscó y buscó, hasta que colgada en una lámpara del pasillo a la
cocina mayor, encontró un pedazo de tela dorada en cuyo centro bordada en
escarlata se destacaba un signo: era una
I.
Quiso
la fortuna, que el tercer día la misión se centrara en hacer pan. Al pasar por
una casa se toparon con una señora muy atenta que les convidó un trozo de
suculento pan de centeno. En ese lugar un horno rudimentario, una cantidad de
harina y sobre todo unas manos delicadas y
amorosas elaboraban unas ricas hogazas para la familia y para compartir
e intercambiar a manera de trueque por otros productos alimenticios. A la
princesita, que trabaja de incógnito, le pareció delicioso probar el pan y contribuir para que otros se
alimentaran.
Al
recorrer toda un ala del castillo, no encontró ninguna pista pero algo le
incitó a voltear hacia una ventana, desde ahí se apreciaba como al arbusto con
hábiles cortes y podando aquí y allá le dieron una forma inconfundible: era una
R.
Al
cuarto y al quinto día, se combinaron faenas como ordeñar algunas cabras, dar
de comer a las gallinas y ayudar a asear su corral. Regresando siempre agotada,
poco tiempo le quedaba para asearse y comer algún alimento. Le esperaba su
cama. Quería dormir, despertar y hallar las letras. Ahí aparecieron. Adentro de
un cofre y en los establos: una I y
una A.
Para
ella que ya sabía leer y escribir con fluidez, engarzar las letras fue sencillo:
M
I
R I __
Ya
para el sexto día la princesita había resuelto el enigma, y fue con gusto a la aldea, para lo cual pidió
a su sabio acompañante que le ayudará guiando una carreta, donde transportarían
los víveres que quería regalarles. Había pedido al Rey un cargamento de arroz,
harina, frijol, y muchos otros alimentos porque quería agradecerles lo que la
habían ayudado a aprender en esos días.
Cuando
a la mañana siguiente, se asomó desde un balcón para apreciar la última M, ella ya sabía que era la princesa MIRIAM, lo sentía en su interior, y
además de haberlo recordado, ella supo que para enfrentar los problemas, las
tristezas y las penas, el mejor camino es abrir las puertas del corazón para ayudarles a los demás. Aprendió que ser
generoso, DAR a los demás, es más
gratificante que recibir, y desde entonces no siempre en el reino brilla la
alegría, pero luchan porque se mantenga el ánimo sabiendo que después del
anochecer siempre AMANECE, y es
posible que nos traiga alguna sorpresa.